miércoles, 12 de marzo de 2014

Un capítulo de: El día que mataron a Cafiero de Dalmiro Saenz y Sergio Joselovsky

EL DIA QUE MATARON A CAFIERO
de Dalmiro Saenz y Sergio Joselovsky

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CAPITULO 81
Desde que volvió de Malvinas, el Peloe jamás había contado lo que hizo, lo que vio, lo que vivió en las Islas.

Cuando le preguntábamos contestaba con evasivas, y, lapidario, decía “milicos cagones”, y “ya fue”.

La Guerra de Malvinas nos había dejado más de seiscientos muertos. Casi todos pibes de dieciocho años. Muy pocos militares de carrera.

Los milicos demostraron en la Guerra del Atlántico Sur un puñadito de cosas.

Que habían improvisado una guerra contra el –por entonces- tercer ejército del mundo.

Que estaban mal de la cabeza, por pergeñar una movida para perpetuarse en el poder.

Que no sabían nada de geopolítica. Ni de guerra.

Pero por sobre todas las cosas, dejaron bien demostrado que eran cobardes como pocos.

Si hasta soportaron estoicos, el reto de camarada del Jefe del Ejército enemigo, cuando les señaló que no se podía guerrear con las uñas tan limpitas.

A poco de culminada la batalla, llegaban las noticias: que la oficialidad se divertía estaqueando a nuestros pibes, que los dejaban desnudos en la noche castigados porque robaban comida, que robaban comida porque los tenían cagados de hambre, que el armamento utilizado era obsoleto e insuficiente, que las donaciones habían sido robadas, que aparecían en los kioscos chocolates que contenían cartas para los soldados, que al primer disparo la oficialidad se rindió ante el ejército británico.

El Ejército Argentino no demostró su hombría: en la historia sólo fueron valientes ante obreros patagónicos hambreados, tribus mapuches desarrapadas, o adolescentes idealistas mal armados.

En la primera batalla, se fueron a baraja. Ni siquiera habían sido capaces de evaluar quiénes jugarían a favor del enemigo. ¿O creían que Chile sería neutral, después de que por muy poquito, no le hicimos la guerra tres años antes?

Ahora sí, era el final de la Dictadura.

Después de la vergüenza de la Guerra, el llamado a elecciones.

Pero entonces descubriríamos que el horror de la guerra, había sido el menor de los horrores cometidos por esos salvajes. Descubrimos que en Argentina, por aquellos años, había habido campos de concentración, más de cien. Y que habían desaparecido a unos treinta mil jóvenes, quizás los mejores de su generación. Aún cuando no lo fueran.

También nos dejaron un modelo económico conservador que aún hoy pervive entre nosotros.

Lo único bueno que nos dejaron los milicos, es que por aquél entonces no podía escucharse música en inglés, y así explotó el rock nacional.

También, tras el desastre, nos dejaron en claro que el partido militar se había terminado, y que nunca más nadie se atrevería –en los próximos treinta años- a golpear la puerta de los cuarteles.

El Peloe necesitaba rehacer su vida, recomenzarla desde allí donde la había dejado.

Jamás nos había contado del hambre que pasó, ni de la noche a la intemperie estaqueado por atrapar, cuerear y asar para todos los que estaban en su trinchera, un corderito que se había perdido por el campo.

El Sargento que lo castigó le recriminó por ladrón, y le dijo que debía castigarlo ejemplarmente, porque era una vergüenza para el ejército y para el resto de los soldados. El Peloe, con la mirada clavada en el suelo, le dijo entre dientes

- con el hambre que teníamos, mis compañeros jamás van a olvidar el corderito asado que les conseguí.

No lo hubieran estaqueado, si los que estaban de testigos allí, no se hubieran reído. No eran más que chicos. El Sargento se volvió loco, cuando dos soldados eructaron, como muestra de todo lo que habían –por fin- comido.

Todo eso me lo contó una sola vez, después de los vinos y de la cabeza de vaca, cuando lo saqué del galpón. A solas.

Fue la única vez que habló sobre el tema.

Si se le preguntaba, contestaba con monosílabos.

Aprendimos a no preguntarle más.

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