lunes, 24 de febrero de 2014

Infancia tucumana de Mercedes Sosa, La Negra

Del libro Mercedes Sosa / La Negra
(Editorial Sudamericana, 2003.)

 A la venta en www.ayconstanza.com 
   
 
(Fragmentos) 
Infancia tucumana. El papá, la mamá. 
Mi mamá dice que mi papá se olvidó mi nombre adrede cuando me fue a inscribir al Registro Civil. Y me puso Haydeé Mercedes en vez de Marta Mercedes. Mi mamá quería que de primer nombre yo me llamara Marta. Así, sin hache, Marta. Claro, como es lógico, en mi casa mandaba mi papá, pero claro, como es lógico, siempre se terminaba haciendo lo que quería mi mamá. Y entonces todos desde que me recuerdo me vienen llamando Marta. Soy la Marta y me gusta mucho más ser la Marta que Mercedes Sosa. Esto nadie me lo cree, pero es así.
Con el asunto del nombre me libré de una buena: mi mamá también anduvo pensando en ponerme Julia Argentina, porque nací un 9 de julio, el día de la Independencia, cerquita de la casa histórica de Tucumán. Hubiera sido una exageración. Se imaginan a los presentadores del mundo diciendo: Y aquí... ¡Julia Argentina Sosa, de Argentina! Otra exageración dentro de una vida en tantos sentidos marcada por hechos exagerados, no queridos ni siquiera soñados... ¡Julia Argentina Sosa, de Argentina! Madre mía. Qué lío con esto de los nombres. También me anduve llamando Gladys Osorio, cuando casi adolescente empecé a cantar delante de los micrófonos de una radio. Al final, la cosas puertas adentro son como las madres quieren y puertas afuera son como la gente manda. En mi casa definitivamente soy la Marta. Para la gente definitivamente soy la Negra.
Otro que tuvo su historia con el nombre fue mi papá. Se llamaba Ernesto Quiterio, menos mal que le decían Tucho. En la escuela siempre tuve que soportar la misma pregunta de las maestras: ¿Quiterio? ¿Pero por qué Quiterio? Yo le preguntaba a mí papá y él no sabía. Al final resolví que como en su familia tuvieron tantos hijos, qué se yo, once creo, ya no sabían qué nombre ponerles... Podría haber sido Criterio. Y... ja ja... hubiera sido una falta de criterio, ¿no?
Una parte de mis raíces provienen de Santiago del Estero, tierra de gente nacida para ser buena. Por parte de mi papá los abuelos se casaron muy jovencitos. Ni 15 años tenía mi abuela, cuando ya había parido su primer hijo. A ellos los hijos les venían uno detrás del otro, sin miramientos, no importaba la pobreza. Y todos nacían en las casas. Y llegado el momento el padre le decía a su mujer casi niña: Deje de jugar y ponga a hervir agua en una olla. Yo voy a buscar a la comadrona. Y así vinieron mi padre y los otros tíos, tío Mauro, tía Rosario... Se nacía sin tanta historia, con las ventanas abiertas; a veces se nacía al sol o con la luna alumbrando.
Por el lado de mi mamá la mano vino con mucho sufrimiento. Con razón ella estuvo la vida entera enojada con su padre, al punto de no querer verlo ni hablarle ni nada. Sí, porque este hombre se casó por el civil y por la iglesia con mi abuela Genoveva y la abandonó cuando estaba gruesa de mi mamá. Una crueldad. Este abuelo se llamaba Miguel, Miguel Girón y se fue para siempre a Santa Fe, a Tostado. Mi abuela en cuanto pudo partió a buscarlo y lo encontró y ahí estuvieron juntos una semana. Mi abuela se habrá ilusionado. Pero él la convenció con martingalas para que se volviera Tucumán: la mandó engañada, prometiéndole que pronto iría a buscarla. Mintió: nunca más volvió. Pobre mi abuela, tan jovencita y abandonada. ¿Por qué harán estas cosas los hombres? Bueno, los hombres y... a veces las mujeres. El caso es que mi abuela Genoveva se volvió a Tucumán con la ilusión y con algo más, con la semilla de mi tía María Ángela en su vientre. Quedó preñada en esa semana de falsas ilusiones y engaños.
Razones para el odio no le faltaron a mi madre. Ella le escribió varias veces a su padre y nunca tuvo contestación. Yo también le escribí varias veces, y tampoco. Hasta que hubo una última carta que sí fue respondida, pero no por mi abuelo, sino por el comisario del pueblo. Le decía a mi mamá redondamente: Mire señora, el señor Miguel Girón reconoce que es su papá, pero no quiere saber más nada de usted. No quiere que le escriba más y no quiere verla tampoco. Es cosa de no creer, pero hay tantos hombres que por propia voluntad se les desaparecen a sus hijos. Con los años yo y mi hijo Fabián padecimos un dolor parecido.
Pero la vida tiene sus vueltas. No todo tiene que ser sufrimiento... Mi abuelo Girón armó otra familia en Tostado, tuvo más hijas, hijas desconocidas para nosotros. Y como el mundo no es chico sino chiquito, pasó esto: en el año 80 yo estaba de gira en Israel. Una noche viene una mujer y me dice: Me llamo Rivska, yo soy tu tía, vivo en Jaifa. Yo dije esto es una joda, qué está pasando acá. Ella me dijo: Vos sos Marta. ¿Acaso no tenés en Santa Fe un abuelo que se llama Miguel Girón? Ahí me desayuné y me di cuenta que la mano venía en serio. Yo no sabía que tenía una tía en Israel. Al rato me enteró de eso y de otras hermanas más, todas hijas del segundo matrimonio de mi abuelo. Dos años antes de la muerte de mi mamá, vino a la Argentina su media hermana de Israel, se juntó con las otras dos medias hermanas y se fueron a conocer a mi mamá en su casa de Tucumán. ¡Lo que fue eso!: allí estuvieron las cuatro juntas, felices como criaturas, haciéndose bromas, contándose sus vidas, cocinando, comiendo, jugando a la lotería, viviendo en un puñadito de días lo que el padre ingrato y abandonador no les había permitido vivir en 70 años.            
Para que la felicidad fuera completa después la llevé a mi mamá a Israel. Y allí otra vez se abrazaban y lloraban y reían como chicos, esas hermanas tantos años distanciadas. Allí también conocí a una prima. Que era prima mía es indudable: se larga a cantar y canta como yo, canta bien, se peina y se pone los anteojos como yo y toca el bombo y tiene un éxito bárbaro. Ella tiene dos nietitos que la acompañan, uno toca el charango y el otro el bombo.
Sí, muy chiquito es el mundo. La maldad de Miguel Girón no pudo deshacer el vínculo de esas hijas que no se conocían. Tía Rivska me contó que no era un buen tipo este viejo; también la hizo sufrir mucho a su madre. Será porque él, después de todo, tenía ese oscuro secreto fermentando muy adentro de su alma: el haber abandonado dos veces y estando gruesa a mi abuela Genoveva. Por suerte ella encontró a un hombre bueno, mi abuelo Florentino, y vivió con él hasta que los dos murieron de viejitos. La muerte siempre es odiosa, pero recibida así, juntitos, vaya y pase, es otra cosa.
(
–Mercedes, antes de cambiar de tema, supongamos: aquí, ahora, tenés a tu abuelo Miguel Girón. ¿Qué le decís?
–Que se vaya a la mismísima... No no no, no le digo eso. Mi mamá nos ha enseñado a respetar a los mayores. Me daría un sopapo si completo la frase.
–No le decís eso, ¿qué le decís en cambio?
–Le digo que abandonar a una mujer estando gruesa de un hijo, ¡eso no se hace!... Aunque no, tampoco eso le digo. Mejor le pregunto ¿cómo es posible hacer algo así? ¿cómo es posible dormir, comer y vivir soltando para siempre a una hija y a otra hija? 
)
La de mi papá y mi mamá es una historia de amor para siempre. Sí, ya sé, parezco pavota; todos dicen que es imposible el amor para siempre. Yo digo que es imposible, sí, pero deja de ser imposible cuando entre el hombre y la mujer hay amor. Mi papá y mamá nunca se aburrieron de quererse, nunca. Y eso yo y mis hermanos y mi Fabián lo vimos.
No sé bien cómo se conocieron mi papá y mi mamá... o sí sé, me lo contaron un día, mientras tomábamos mate, después de dormir la siesta. Ellos estaban en un velorio de angelito y en los velorios de angelito del norte se juega el juego del botón, se canta, todo es muy ingenuo. En el juego del botón están todos sentados con los puños cerrados y hay alguien que tiene el botón en la mano. Uno tiene que adivinar. Muy ingenuo pero hasta cierto punto, porque se trata de mirar a los ojos, de semblantear... Mi papá fue mirando las caras y al llegar a mi madre dijo muy respetuoso: La señorita tiene el botón. Mi madre lo tenía. Ahí empezó todo. Mi mamá era señorita, pero ya tenía una hija de soltera, se llamaba Clara Rosa Girón, siete años me llevaba a mí. Mi abuela Genoveva, acostumbraba a criar hijos de padres que no se hacían cargo, la criaba a Clara Rosa, la Chocha le decíamos.
Para mi madre tener esa hija fue algo muy fuerte. Era una mujer brava, de agallas, inteligente aunque casi sin libros. Estamos hablando de una madre soltera del año 1928... Indudablemente mi mamá sin saberlo era una feminista, una adelantada, como lo fue Alfonsina Storni. Hoy cualquier chica soltera tiene un hijo, en aquellos años era una cruz y un estigma. Pero el caso es que la señorita Ema Girón quiso que su hija se llamara Clara Rosa Girón. Y salió adelante porque se encontró con mi padre, un hombre muy bueno, muy respetuoso, nada que ver con esos atorrantes renegados, sin corazón. Mi papá con los años quiso darle su apellido a Clara Rosa y mi mamá lo agradeció, pero no lo aceptó: No, Tucho, porque vos no sos el padre de la Chocha.
El matrimonio de mis padres resultó muy sólido porque se ayudaron los dos y vivieron todo parejamente, los dos trabajaban afuera y adentro de la casa. Mi madre no era la mujer que sólo sirve para preñarse, sacar hijos y ser una sirvienta. En todo estaba a la par. 
Del amor de mis padres nacieron cuatro hijos, el primero se murió al año de no se qué enfermedad... ¿Miguelito se llamaba? Sí mi mamá estuviera cerca me lo diría. Ella no está pero sí está mi hermano Cacho, que es el más chico... ¡Cachoooo! Vení. Contá. Pero presentáte antes. ¿Cómo era que se llamaba ese hermanito que se murió antes que yo naciera?
CACHO: Me llamo Fernando del Valle Sosa, me dicen Cacho, nací el 24 del 3 del 40, cinco años después que la Marta. Soy el menor. El hermanito que se murió no se cómo se llamaba, pero le decían Coquito. Vivió sólo 7 meses y la mamá ya estaba de encargue de la Marta, que nació al año siguiente, en el 35. Nuestro hermanito ha muerto por los calores; al tener desarreglo de vientre se ha deshidratado. Ha tenido una colitis, una diarrea hasta secarse. En aquel tiempo en el norte morían mucho chicos así. Bueno, en aquel tiempo y ahora ni hablar. Cuando ha pasado lo de Coquito nosotros vivíamos en Pasaje San Roque 344, que era la casa de los abuelos paternos, Miguel Sosa y Mercedes Ruiz. Por ella a la Marta le pusieron también Mercedes. Estos abuelos venían de Matarás, una parte muy salavinera de Santiago de Estero, al este. En la casa de ellos hemos vivido hasta julio del 52. Mercedes tenía 17 años entonces. Nuestro abuelo Miguel primero ha trabajado en una finca llamada Paraíso y después en la compañía de electricidad cuando se instala en la ciudad. Aquella casa era modesta, pero al menos casa era. Tenía un patio enorme con un árbol grandísimo que nos daba mucha sombra en tremendos veranos muy secos. Entonces no llovía casi nunca. El árbol era una morera, por ese árbol tan bueno con su sombra podíamos haber muerto, pero gracias a él tuvimos por fin nuestra casita propia.
–Dale, Cacho, seguí contando que vos tenés memoria para esas cosas.
CACHO: Fue a principios del 51, en pleno verano y han venido esos vientos que les llaman tornados, vientos tremendos con remolinos. Tal ha sido el viento que ha arrancado la morera de cuajo. Estábamos todo ahí cuando se corta la luz y la morera cae sobre una parte de la casa. Todos en la oscuridad empezamos a nombrarnos, eran como las doce de la noche. Todos nos llamábamos a los gritos, desesperados, pero había uno que no contestaba, mi hermano Chichí. Ha pasado esto: cuando Chichí ve que la morera cruje y se inclina, él atina a tirarse adentro de una habitación cerrando la puerta. Y allí queda prisionero. Al ver que el Chichí nos faltaba mi mamá y Mercedes se han puesto a llorar desconsoladas. Pasó un rato, empezamos a apartar ramas, llegamos a la pieza que estaba semiderrumbada y aparece el Chichí y bueno, se había salvado. Después de esto, gracias a la morera, la Marta ha empezado a diligenciar la casa de Barrio Jardín. Tenía la Marta entonces 16 años y ya cantaba y era apreciada por eso en el partido Peronista. Pensar que la Marta aquella vez también pudo morir aplastada por la morera. Y ya no hubiera cantado más y no hubiera sido famosa y no hubiera actuado ni en el Colón ni en Nueva York ni en Japón ni en el Vaticano ni en Israel.   

–Sí, ahora recuerdo lo de la morera. Cuando gritábamos en la oscuridad y el Chichí no contestaba pensamos lo peor. Pero cuando lo vimos sano y salvo todos nos abrazamos y  seguimos llorando, pero de alegría. Qué cosa, a veces de un segundo para otro las mismas lágrimas que eran de espanto son de felicidad... Pero Cacho, sabés una cosa, al final te olvidaste lo más gracioso... Cómo la casa quedó medio sepultada por lo morera hubo que llamar a los bomberos.Aquel fin del mundo duró no más de media, de pronto el cielo se despejó y aparecieron muy intensas las estrellas... Y enseguida cayeron los bomberos, reacomodaron todo con chapas: la casa quedó como un campamento de indios. Había una larga escalera. No vayan a subir al techo porque es muy peligroso. Lo primero que nos dijeron es lo primero que desobedecimos: ¿Te acordás, Cacho? Subió el Chichí y enseguida yo. Cuando nos dijeron que bajáramos el Chichí, que se veía todas las películas de Trazan, gritó ¡Yo soy Tarzán! Y se tiró. Cayó y quedó como muerto. Llamamos a la asistencia pública y Tarzán se despertó.

Voy y vengo, me adelanto demasiado con mis recuerdos. Tengo que retroceder, a ver si me ordeno... A los pocos meses de la muerte de mi hermanito, nací yo, justamente un 9 de Julio. A eso de las seis de la mañana vinieron los cañonazos celebratorios y mi mamá dijo: Parece que esta chica va a ser algo grande. Ella lo presintió, pero sin ambición. Porque para ella “ser algo grande” significaba estar lejos de la familia. Yo nunca lo imagine y nunca lo quise. Ya sé que no me creen, pero lo dije y lo diré hasta que me crean. Porque esa es la verdad. Hablando de los 9 de julio, mi mamá nos despertaba con chocolate, ese era el único lujo que nos podías dar. Recuerdo conmovida el sacrificio que significaba para mi papá comprar por única vez un kilo de masas para celebrar a la noche la fecha patria y de paso mi cumpleaños. No imaginaba entonces que años después iba a celebrar mi cumpleaños en Polonia, porque estaba en gira Los Trovadores y el ballet de Néstor Pérez Fernández. 
        ( … )

Adiós. Hasta mañana
–Mercedes, a este viaje que empezó en el fondo de tus días le quedan unas pocas páginas más. A esta altura de tu relato, ¿qué sentís?
–Siendo una mezcla muy extraña: cansancio, mucho remover momentos terribles y reencontrarme con los seres queridos ausentes... Siento que la soledad es mi enemiga, pero tal vez tenga que aprender a ser amiga de mi enemiga... Siento también algo que no sé cómo llamarlo, algo que está muy adentro mío, muy en el fondo de mi corazón... algo que no sé si llamar alegría...
–¿Alegría por qué?
–Alegría porque estoy viva y he aprendido a oler cuando respiro y a ver cuando miro.
–¿Hay alguna otra razón para ese fondo de alegría?
–Sí, creo que siento alegría porque tengo ganas de vivir.
–¿En que notás tus ganas de vivir?
–En que me viene una cosa linda en el pecho porque tengo ganas de que llegue la noche para escuchar nuevos temas hasta descubrir una nueva canción hermosa que aprenderé a cantar como si fuera la primera.
–¿Hay alguna otra cosa que explique esta alegría tuya de ahora?
–Sí, mañana viene mi profesora de vocalización. Tengo clase. Pienso en eso y tengo ganas de estudiar. Eso me da alegría.
–¿Cómo te ves a los 70 años de edad?
–No falta tanto, tengo 67... Me veo cantando y estudiando.
–¿Te imaginás viva a los 80?
–Uno nunca sabe, con los aviones y esas cosas, pero seguro que me imagino viva. Voy a tratar copiarla a mi mamá: ella se acercó bastante a los 90.
–¿Te imaginás a los 80 cantando?
–Sí sí sí. Me imagino cantando. Y cantando bien. 
)
Me pide el preguntón, como condición para terminar este relato, que cierre los ojos. Que los cierre sin hacer trampa y que cuente los momentos, las imágenes que sin pensarlo me surgen espontáneamente en este minuto. Hago caso porque cuando soy obediente soy muy obediente. Ya estoy cerrando los ojos y veo...
Madre mía, me veo otra vez en aquel avión de Panam... Veníamos con Pocho de actuar en Caracas. Cuando estábamos sobre Paraguay la señorita azafata anunció: La temperatura en Buenos Aires es de 25 grados, el tiempo es muy bueno, no hay nubes a la vista, pero tenemos que comunicarles que hemos tenido una pérdida en el líquido de frenos. Tendremos un aterrizaje de emergencia. Hay un ochenta por ciento de posibilidades de que nos salvemos. Eso dijo, muy claramente. A continuación nos pidió que nos sacáramos los zapatos. Al rato otra vez la voz: Pueden ponerse los zapatos de nuevo... A los quince minutos sáquense los zapatos... Se notaba que la azafata se estaba poniendo un poquito loca. Yo iba con Pocho y con Pepete Bertiz, que estaba muy enfermo. Pensé: Y bueno, esto es la muerte. Al llegar a Ezeiza yo miraba por la ventanilla y veía los bomberos y las ambulancias allá abajo... Y sabía que allá abajo estaban esperándonos mi mamá, mi papá, Fabián, Gustavo. Eso es lo que más me desesperaba, ellos iban a ver un desastre. Pero no pasó nada. El avión hizo pung. Recorrió unos metros y paró. Todos estábamos en silencio. Yo pedí por favor pasar al baño a orinar. Qué alivio cuando lo hice. Bajamos corriendo y después cuando nos abrazamos con mi papá, con mi mamá y con los chicos nuestros llantos se mezclaban; nos abrazábamos hasta hacernos doler. Qué terrible y qué lindo que fue.
Sigo con los ojos cerrados... Estoy en Holanda. Hay una señora amiga embarazada. Todavía no sabe si tendrá nena o si tendrá varón. Yo le digo que haré la prueba infalible que hacía hace muchos años mi mamá. Se juntan dos sillas. Sin que lo vea la embarazada, en una se pone un cuchillo y en la otra un tenedor. Encima de cada una, tapando, un cojín. La embarazada no sabe dónde está el cuchillo y dónde el tenedor. Le pido que elija una de las dos sillas. Ella elige la del cuchillo. Será varón, le digo. Y fue varón nomás. Esas cosas no fallan.
Ahora veo a mi papá... está alimentando con troncos la boca del horno del ingenio. Es insoportable el calor. Estoy mirándolo con mi hermano Chichí, hemos llegado por un túnel con una zorrita... Mi papá trabaja en silencio, sin camisa, veo su espalda doblada, pobrecito... Nos volvemos sin hacer ruido, mi papá no me tiene que ver llorar...
Veo a mi mamá haciendo una camisa nueva con una camisa vieja. Se la está probando a mi hermano Cacho... Quedáte quieto mientras te la mido. Quedáte quieto, Cacho, te he dicho. No me hagás renegar.
Veo a mi tío Villa, el único antecedente artístico que hubo en mi familia. Ha llegado mi tío de un viaje integrando como bailarín el ballet que acompañaba a Carlos Gardel por Europa. Mi mamá lo recibe con unas sopaipillas y unos mates. Mi tío saca un pequeño estuche color bordó,  adentro tiene unos aritos. Regalo para mi mamá.
Veo en una vereda... ¿de Ramos Mejía era?.. a un hombre que se desvanece... Lo sientan en un escalón, de dan aire, lo reaniman, después la gente le entrega monedas, billetes... El hombre desesperado dice que no que no quiere plata... quiero trabajo, trabajo, dice.
Veo en el diario el título terrible Murió otra bebita en medio del silencio del gobierno tucumano... En la foto, una mujer muy joven pero ya gastada, con un niñito en sus brazos... cuatro kilos pesa la criatura y tiene diez meses... Ella se llama Claudia Elizabeth Carrizo... ¿cuánto hará que en su rostro hubo una risa, una sonrisa al menos?  
Me veo espiando por entre bambalinas la sala repleta del Colón... busco el rostro de mi mamá, el de los chicos y el de mis hermanos en un palco... Allí están todos, con ropa nuevita... Sigo buscando en el palco el rostro de mi papá... ¿Para qué busco si mi papá ya se me murió? Pero qué voy a hacerle, soy cabeza dura, sigo buscándolo...
Ah, mi papá qué bueno que era con mi mamá y que bueno era con nosotros. La única vez que se le ocurrió darme un chirlo yo me pegué en el filo de la mesa... Lo veo llorar... pero papá, no llorés más, yo sé que fue sin querer...
Me veo con Pocho, caminando de la mano por la ciudad, tratando de que el miedo por la amenaza de la Triple A no nos gane. Pocho me dice Vamos, Mercedes, vamos. Que el día está lindo...
Me veo llevando de la mano a mi hijo a la escuela... Fabián, me mira diciéndome sin palabras: qué lastima mamá que la escuela esté tan cerca, el ratito para ir de la mano es tan corto... Tan corto como la vida, mi sufrido Fabián.
Me veo haciendo una escala de cinco horas en el aeropuerto de Brasil, año 1981. No puedo salir del aeropuerto porque la burocracia de la dictadura me anda jodiendo con no sé qué papel... Estoy en la confitería del aeropuerto con Bibi, Olguita, Colacho Brizuela y su mujer, recién casaditos... De pronto aparece Milton Nascimento, viene con una enorme torta para celebrar mi cumpleaños... ¡Qué alegría, madre mía, qué alegría!   
Madre mía... ¿se puede ver la voz de alguien? Yo veo la voz de mi mamá diciéndome Marta, usted está muy pálida. Será que come poco... Mamá, le prometo que me iré menos y que vendré más... Mamá, usted sabe que lo que yo más he querido en la vida es ser como usted... Mamá, yo no elegí cantar para la gente, la vida me eligió a mí, y bueno...
Abro los ojos. Sé muy bien que si me quedo sumida en el pasado le falto el respeto al presente. Y si le falto el respeto al presente le falto el respeto al futuro. Y eso no se hace... Medio en broma medio en serio por ahí anda el epitafio para mi tumba: Nunca fui feliz. Y menos ahora. De todas maneras, el epitafio no va a hacer falta, porque ya lo expresé con pleno uso de mis facultades y ante escribana que ordeno que mi cuerpo muerto sea cremado. ¿Y después? Después la libertad, las cenizas arrojadas sobre el amado Aconquija. Por más que esta vida tenga tantos dolores y desgarramientos y angustias, me sigue gustando la vida. También a mí me va a dar mucha bronca cuando me muera... No debe estar muy lejos el día en el que aparezca un filósofo que escriba un libro con una sola frase. La frase que valdrá por el libro entero será: Verdaderamente la muerte es una mierda. Una mierda para los que se van. Y una mierda para los que se quedan sin los que se van.

Posdata
Alguien, un poeta, amigo del alma, me regaló un sueño. Un sueño que, me asegura él, una de estas noches yo también voy a soñar. El sueño es éste: estoy en un teatro magnífico, parecido al Colón... ya he cantado más de dos horas, entre otras, “Vidala de la soledad”, “Los mareados”, “Cuando tenga la tierra”, una de León, una de Víctor, una de Charly, una de Yupanqui, “María María”, “Canción con todos”... la sala es el Colón, pero tiene cosas de la sala de los premios Nobel de Estocolmo y del Olimpia de París y del Carnigie Hall de Nueva York... Es un teatro muy extraño este, porque después de los palcos y de la plateas se abre como un inmenso anfiteatro y el público que colma la sala se prolonga en una interminable multitud que está a la intemperie bajo un cielo estrellado... Después del final he cantado cinco canciones más, estoy extenuada pero feliz... Los aplausos por poco me voltean, vuelvo a mi camarín, me saco el poncho, me acercan un te con miel, lo bebo lentamente... los aplausos no cesan... decido salir una vez más para el saludo final... Allá voy. La ovación se eleva, llueven los claveles... avanzo hacia la boca del escenario y noto que a cada paso que doy me voy empequeñeciendo, empequeñeciendo... Me detengo, me doy cuenta que sigo vestida igual pero soy una criatura de siete u ocho años... La ovación no se detiene, crece, crece... Unos pasos, unas voces detrás de mí, me doy vuelta y veo que de pronto aparecen desde el fondo del escenario mi papá, mi mamá, mis hermanos, mi hijo Fabián, María y una larga hilera de rostros de gente pobre pero honrada que viene con ropa de trabajo... Todos, con mi papá y mi mamá a la cabeza, pasan a mi lado, siguen, avanzan hasta el mismo borde del escenario y allí, hombro con hombro, apretados, se ubican de cara al público... Ahora la ovación recrudece, es ensordecedora, viene como una inmensa ola desde el fondo de esa multitud... Mientras ellos reciben el más cerrado de los aplausos yo me quedó allí atrás y empiezo a aplaudirlos también... Estoy llorando de alegría, llorando con el llanto de una nena, porque en realidad eso soy ahora: una criatura que no tiene más de siete u ocho años.
Mi amigo poeta dice que a este sueño seguro que una de estas noches también lo voy a soñar yo... Mientras espero que a mi almohada llegue este sueño yo ahora me pongo de pie y mirando hacia afuera por el ventanal de mi casa digo entre mí: Cómo ser de otra manera, si crecí abrigada por esas vidas... De pie estoy y empiezo a aplaudir... ¿A quién? Aplaudo a ésos que nunca subirán a un escenario, a los que viven del trabajo, a los que sueñan sin retorno, a los primordiales... Estoy aplaudiendo, créanme. ¡Ah, cómo los quiero! ¿Por qué tanto amor para mi solo corazón? ¿Por qué a mí?... Los sigo aplaudiendo, me queman las manos. Aplaudan por favor ustedes también. Aplaudamos. Fuente http://rodolfobraceli.com.ar/pagina12.html

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