Cuestion de amor propio
por Carmen Riera
TUSQUETS - España - 1988
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Tras un largo año de silencio, Angela, una novelista entrada en años, escribe a su amiga Ingrid para darle razón de lo ocurrido. Se trata sencillamente, de una historia de amor, una triste aventura en la que Angela lo ha apostado todo por un hombre cuya máscara confundió con un favorecedor espejo de sí misma. En un discurso vehemente y contradictorio, en el que inútilmente se intenta atrapar el complejo nudo de elementos en juego, Angela, con una melancolía resignada y amarga, descorre el telón de su amor por Miguel, amor que, quizá como todos, se resuelve, descarnadamente, en una cuestión de amor propio.
Mujer que se ama demasiado
Omar González
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Carmen Riera (Palma de Mallorca, enero 12 de 1948) es una autora que ha escrito buena parte de su prolífica obra principalmente en catalán; por ejemplo: Te deix, amor, la mar como a penyora (1975), Jo pos per testimoni les gavines (1977), Una primavera per a Doménico Guarini (1981) y Epitelis tendríssims (1981); Cuestión de amor propio no fue la excepción. Primero, en 1987, la publicó en catalán; y ella misma la tradujo al español para Tusquets Editores, quien la imprimió en Barcelona, en 1988, con el número 72 de la Colección Andanzas.
Cuestión de amor propio es una historia de amor desventurado. La forma en que Carmen Riera la aborda recurre a una inclinación femenina: la confidencia. Fechada en “Vallvidrera, 23 de octubre de 1986”, la protagonista: Ángela Caminals, un escritora de 49 años con varios libros y cierto reconocimiento, le escribe una larga carta (la novela en sí) a Ingrid, su amiga y confidente, también vinculada a la literatura, quien vive en una ciudad de Dinamarca.
El hecho de que Ángela Caminals y Miguel Orbaneja, el que suscitó su desvarío amoroso, sean escritores y el que Ingrid (quien posiblemente también lo sea) pueda entenderlo a cabalidad, es el pretexto para que Carmen Riera, a través de la urdimbre, puntualice ciertos clisés que distinguen la conducta estereotipada (social y particular) de tal fauna; y, al unísono, para que enmarque, equipare y polemice, haciendo contrastar situaciones, conceptos y palabras, con una serie de referencias librescas vertidas a lo largo de la novela.
La protagonista es lo opuesto que su destinataria. Mientras Ingrid se mueve como una mujer liberal, consciente de su función bioquímica y que considera el sexo fortuito a imagen y semejanza de un goce necesario que beneficia y alimenta el equilibrio físico y mental, Ángela Caminals no puede irse a la cama con un hombre si es que entre ella y él no media un efluvio afectivo. Esto, aunado al desencanto producido tras un matrimonio trunco siete años antes de su encuentro con Miguel Orbaneja (lapso durante el cual no tuvo ninguna relación sexual), más el que estuviera próxima a sus cincuenta años, la hacían sentirse alejada de un encandilamiento amoroso. Sin embargo, le ocurre frente a Miguel Orbaneja al escucharlo en un congreso de escritores.
El cortejo ritual, iniciado en ese sitio, adquiere lindes literarios y se prolonga durante un mes y medio en que no se ven, mientras él le envía tarjetas, cartas, orquídeas, y le hace sorpresivas llamadas telefónicas sólo para oírla. El vínculo, no obstante, se sucede y culmina en una sola noche (precedida por todo lo anterior). El estropicio y las pesadumbres subsiguientes la hunden en una depresión que ella llama “enfermedad moral”, que incluso la induce y coloca al borde del suicidio y que le impide, durante un año, sobreponerse lo suficiente para contestar las cartas que le escribía Ingrid, su amiga.
Siendo Cuestión de amor propio un melodrama que recurre al consabido dilema de la mujercita usada y abandonada por un despiadado donjuán, hay que destacar que, aún cuando refiere o profundiza en situaciones cursis, no incurre en ridiculeces ni en ramplonerías folletinescas, ni incide en el fácil chantaje lacrimógeno y sentimental, sino que conserva equilibrio y moderación. Tal intríngulis, además, ilustra cierto clisé de escritor escéptico (Ángela Caminals), cada vez más misántropo y encerrado en sí mismo, que detesta las tertulias, los periódicos, a los escritores y a los humanoides en general, precisamente por su proclividad corruptible, por su narcisismo y maledicencia. Pero también ilustra a cierto tipo de triunfador (Miguel Orbaneja), arribista, oportunista, utilitarista, colado en la jet set de la grilla burocrático-cultural, de moda, petulante, megalómano, que entiende la literatura como una forma de poder, y que no tiene escrúpulos para apropiarse de las características de una persona de carne y hueso y de los sucesos íntimos que vivió con ella para construir la trama de una novela (donde la caricaturiza).
La carta de Ángela Caminals, que es toda la novela, comienza siendo una confesión intimista que parece exigir una reprimenda por haber sido una imbécil ante un galancete de pacotilla que la utilizó a imagen y semejanza de una vil chancla de barrio (“la chancla que yo tiro/ no la vuelvo a levantar”, reza una vieja canción mexicana de dominio público que Betsy Pecanins, en El efecto tequila, convirtió en un blues), pero luego se transforma en una maquiavélica petición para que Ingrid, cuando Miguel Orbaneja viaje a su país, lo embosque y acose con deslices que contribuyan a que le nieguen nada menos que el rimbombante Premio Nobel de Literatura. En tal latitud, el inocente o hipócrita lector está en condiciones de comprender plenamente el epígrafe de Jaime Gil de Biedma con que abre el libro y que le da sentido a la novela de Carmen Riera: “¡Oh innoble servidumbre de amar a seres humanos,/ y la más innoble/ que es amarse a sí mismo!”
Cabe decir que Cuestión de amor propio contiene un cuestionamiento que Ángela Caminals, quien además de contraponerlo a la conducta y a la obra de su efímero amante, confronta a cierta tradición implícita en la literatura hispánica (que resulta obsolescente y anacrónica) y a otras manifestaciones artísticas como si éstas fueran el espejo fiel y unívoco de la vida cotidiana: “[...] en la literatura hispánica [...] una mujer de casi cincuenta años no tiene ningún derecho al amor, ni mucho menos al deseo físico. Atreverse a amar, prestarse a ser amada, desear serlo con la misma intensidad, miento, con una intensidad mayor que a los veinte años, es, evidentemente, peligroso y parece incluso obsceno. Si una mujer otoñal quiere aventuras, si se niega a ser retirada de la vida, tanto la literatura como el cine suelen presentárnosla pagando un gigoló, es decir, degradándola.”
Lo curioso es que si con sus reflexiones y dilucidaciones parecía rebelde y capacitada para eludir moldes tradicionales y pacatos, en el fondo de sí misma no puede dejar de ser, por su particular necesidad de ternura y afecto, una mujer amorosa con probabilidades de sucumbir como vil lacaya: “[...] te añadiré que una de las cosas que más he deseado toda mi vida ha sido que alguien me llamara pequeña, pequeñita, mientras me abrazaba, aunque mis principios feministas se vieran seriamente resquebrajados y mi concienciación se relajara en demasía al tener que admitir que no sólo aceptaba, sino que deseba ser disminuida, cosificada, casi degradada.”
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